XANO ARMENTER: ENTRE LA PONDERACIÓN Y EL ARREBATO
La esfera del arte está saturada de discurso dedicado a justificar la obra. Al parecer, no basta con la presencia desnuda, autosuficiente, del objeto artístico, sino que es necesario, para que pueda ser apreciado y, en último término entendido, recubrirlo de la explicación tanto del origen que impulsó al artista en esa dirección de trabajo como del proceso derivado de esas arduas reflexiones. De ese modo se atrae al contemplador al más acá, los pies en la tierra, la mente alineada a la exégesis del demiurgo-filósofo, a menudo balbuciente cuando no pueril, pero siempre llamativa.
Esa forma reductora de ligar el fenómeno arte a la moda y las tendencias de mercado no es más que el abdicar por parte del artista en su obligación de trascender el fenómeno. De esta manera se erradica lo telúrico y la ascensión de las capas más profundas del ser humano, sus estratos ingobernables.
Xano Armenter pinta sobre lienzos, su técnica es la del óleo y alterna la figura en unos temas clásicos -autorretrato, el taller del artista, paisaje- con una abstracción colorida y rítmica. Puede ser -y seguramente lo será- tildado de conservador por quienes anuncian una y otra vez el fallecimiento del cuadro, pero poco parecen importar a Armenter estas opiniones: su confianza en un soporte que se ha demostrado capaz de perturbar y permanecer en el sentimiento humano, en unos procedimientos que requieren grandes dosis de disciplina y paciencia, en suma de tiempo vivido y en diálogo ahistórico, de tú a tú, con los maestros antiguos, le han situado en un saludable territorio lejano: Walden, desde el cual proseguir en el intento, siempre infructuoso y heroico, de madurar, llegando a alguna certeza o meta tras la cual juzgarse con objetividad. Y de esta fidelidad, nacida al fin y al cabo de la necesidad ineludible, ha hecho su marca de identidad.
A tenor de las piezas reunidas, que abarcan una trayectoria de diez años, me atrevo a juzgar la obra de Armenter como fluctuante entre la ponderación y el arrebato. Así, hay períodos en los que le es necesaria la cautela, deliberar previamente cada pincelada, equilibrar las zonas cálidas y frías, dibujar con precisión y dotar de verosimilitud a las distintas texturas de los objetos presentes: botellas, llaves, jarrones, libros o frutas que gracias a ese tratamiento delicado adquieren dignidad. Ejemplo de esto es Lo viejo y lo nuevo. En esos momentos el objetivo del cuadro es, en verdad, la pintura misma, lenguaje con el que pugna por extraer sus máximas posibilidades, una versatilidad contenida en el pigmento. Y esa tensión exploratoria penetra la tela y se transmite al visitante.
En otras ocasiones es patente el interés por el volumen, por los cuerpos macizos y su capacidad expresiva. Los contornos se adensan y oscurecen, y así el objeto inicia un soliloquio que lo aísla de los demás compañeros de composición. First forest o Gang hablan de soledad tortuosa, a la cual una actitud hierática contribuye a perpetuar.
Paulatinamente y sin abandonar la figura, sino conviviendo con ella, la mano de Armenter fue desprendiéndose de su sujeción a un perfil preestablecido, su carácter humano y diurno, para moverse con mayor libertad por la superficie de la tela, ingresando así en un territorio nocturno y sobrehumano. La intuición guía su ruta abstracta y la pincelada es dominada por un ritmo interno, una música sentida visceralmente cuya melodía serían las gradaciones cromáticas, a menudo sumamente ricas y que captan la mirada, tras la que marcha el ser, trasponiendo su propio límite.
Manuel Crespo
Esa forma reductora de ligar el fenómeno arte a la moda y las tendencias de mercado no es más que el abdicar por parte del artista en su obligación de trascender el fenómeno. De esta manera se erradica lo telúrico y la ascensión de las capas más profundas del ser humano, sus estratos ingobernables.
Xano Armenter pinta sobre lienzos, su técnica es la del óleo y alterna la figura en unos temas clásicos -autorretrato, el taller del artista, paisaje- con una abstracción colorida y rítmica. Puede ser -y seguramente lo será- tildado de conservador por quienes anuncian una y otra vez el fallecimiento del cuadro, pero poco parecen importar a Armenter estas opiniones: su confianza en un soporte que se ha demostrado capaz de perturbar y permanecer en el sentimiento humano, en unos procedimientos que requieren grandes dosis de disciplina y paciencia, en suma de tiempo vivido y en diálogo ahistórico, de tú a tú, con los maestros antiguos, le han situado en un saludable territorio lejano: Walden, desde el cual proseguir en el intento, siempre infructuoso y heroico, de madurar, llegando a alguna certeza o meta tras la cual juzgarse con objetividad. Y de esta fidelidad, nacida al fin y al cabo de la necesidad ineludible, ha hecho su marca de identidad.
A tenor de las piezas reunidas, que abarcan una trayectoria de diez años, me atrevo a juzgar la obra de Armenter como fluctuante entre la ponderación y el arrebato. Así, hay períodos en los que le es necesaria la cautela, deliberar previamente cada pincelada, equilibrar las zonas cálidas y frías, dibujar con precisión y dotar de verosimilitud a las distintas texturas de los objetos presentes: botellas, llaves, jarrones, libros o frutas que gracias a ese tratamiento delicado adquieren dignidad. Ejemplo de esto es Lo viejo y lo nuevo. En esos momentos el objetivo del cuadro es, en verdad, la pintura misma, lenguaje con el que pugna por extraer sus máximas posibilidades, una versatilidad contenida en el pigmento. Y esa tensión exploratoria penetra la tela y se transmite al visitante.
En otras ocasiones es patente el interés por el volumen, por los cuerpos macizos y su capacidad expresiva. Los contornos se adensan y oscurecen, y así el objeto inicia un soliloquio que lo aísla de los demás compañeros de composición. First forest o Gang hablan de soledad tortuosa, a la cual una actitud hierática contribuye a perpetuar.
Paulatinamente y sin abandonar la figura, sino conviviendo con ella, la mano de Armenter fue desprendiéndose de su sujeción a un perfil preestablecido, su carácter humano y diurno, para moverse con mayor libertad por la superficie de la tela, ingresando así en un territorio nocturno y sobrehumano. La intuición guía su ruta abstracta y la pincelada es dominada por un ritmo interno, una música sentida visceralmente cuya melodía serían las gradaciones cromáticas, a menudo sumamente ricas y que captan la mirada, tras la que marcha el ser, trasponiendo su propio límite.
Manuel Crespo